En la penumbra del cine improvisado, rodeado de los siseos y zumbidos de aparatos desconocidos, me sentía como un condenado no a muerte, sino a una tortura continua. Las luces titilantes, reflejadas en el papel plateado de la sala, apenas iluminaban el espacio, dejando todo en una sombría media luz que aumentaba la sensación de desasosiego. Con los músculos tensos y la mente inquieta, me encontraba fijo en la silla que más se parecía al trono de un rey demente, completamente inmovilizado, con los ojos obligados a observar cada imagen que proyectaban en la gran pantalla delante de mí.

Comenzaron las películas, una tras otra, sin pausa alguna entre ellas, como un torrente implacable de visiones grotescas. El primer filme mostraba una escena urbana, casi demasiado cotidiana, que rápidamente se tornaba en un espectáculo de brutalidad. Dos jóvenes, vestidos con la moda más reciente, atacaban sin motivo a un anciano indefenso. Los golpes que administraban eran crudos, sin censura, acompañados por los sonidos hiperrealistas de huesos rompiéndose y carne desgarrándose. El anciano, cuya dignidad se desvanecía con cada golpe, emitía un gemido grave, un lamento que resonaba en el confinamiento de mi mente.

Las imágenes se sucedían rápidamente, cada una más violenta y perturbadora que la anterior. La pantalla se llenaba con escenas de una joven siendo asaltada, su dolor y terror eran palpables a través de sus gritos desgarradores, acompañados por una música trágica y desoladora que perforaba el aire. Esta combinación de sonidos y visuales creaba una atmósfera opresiva, casi asfixiante, en la sala.

Mi cuerpo reaccionaba a cada escena con un horror visceral. A pesar de estar físicamente inmóvil, me retorcía por dentro, sintiendo cada golpe y cada grito como si fueran propios. El dispositivo que me mantenía los ojos abiertos convertía cada parpadeo en un esfuerzo inútil por escapar de la vista de las atrocidades que se desplegaban ante mí.

No tardé en sentir el peso físico de las imágenes. Un nudo se formaba en mi estómago, una mezcla de náusea y miedo, mientras las imágenes de violencia se grababan en mi mente. Sentía cómo mi capacidad de resistir se desmoronaba, cómo mi cuerpo comenzaba a rechazar no solo la violencia visual, sino también las inyecciones que supuestamente me ayudarían a procesar y aceptar lo que veía.

La sesión continuaba sin tregua, mostrando actos de crueldad que iban más allá de la mera violencia física. Un segmento particularmente perturbador retrataba a una anciana siendo agredida y su tienda incendiada. Las llamas consumían todo a su paso, y la cámara no perdonaba ni un solo detalle de su sufrimiento. El fuego iluminaba su rostro contorsionado por el dolor, un rostro que imploraba ayuda que nunca llegaría.

Entre las sombras de la sala, escuchaba las notas clínicas y desapasionadas de los doctores que observaban y medían mi reacción a cada escena. Su indiferencia hacia mi tormento solo amplificaba la desesperación que sentía. Cada nueva película parecía diseñada no solo para mostrar violencia, sino para deshumanizar tanto a la víctima en la pantalla como al espectador obligado a verla.

Al final, cuando pensé que no podía soportar ni un minuto más de aquel martirio visual, grité con lo poco que me quedaba de voz, suplicando que detuvieran las películas. Pero las palabras del doctor Brodsky resonaban con una frialdad calculada, prometiendo que esto era solo el comienzo.

Y así, entre el eco de mis propios sollozos y la risa distante de quienes controlaban mi destino, me di cuenta de que esta tortura no buscaba mi reforma, sino mi total y absoluta obediencia. Una obediencia que se ganaría no a través de la comprensión o el arrepentimiento, sino a través del miedo y el dolor

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   • La naranja mecánica: El Problema de l...  
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🎵 Composición: Oliver Rodríguez © Academia Gratuita
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