Envolviendo mi mente aturdida en el manto gélido de la confusión, erraba por las calles de la ciudad con la pesadez de quien carga con su propio destino a cuestas. En el frío seco del invierno, los militsos (policías) que emergieron ante mí parecían sombras de un pasado no muy distante. Entre ellos, dos figuras resaltaban como fantasmas de mi antigua vida: Billyboy, el antiguo adversario cuya corpulencia y rostro conocía demasiado bien, y el Lerdo, que una vez fue parte de mi pandilla, ahora vestido con el uniforme gris de la autoridad.

Los golpes secos y las risotadas crueles resonaban en el aire mientras los chelovecos starrios (ancianos) eran empujados de vuelta a la sala de lectura, con cada látigo que silbaba al aire y cada comando que marcaba el ritmo de un orden impuesto por la fuerza. Atrapado en este teatro de la crueldad, cada instante se disolvía en la ironía de ver a viejos amigos convertidos en verdugos bajo la máscara de la ley.

La revelación de que Billyboy y el Lerdo eran ahora militsos, arquitectos de mi tormento, añadía una capa de desesperación a mi desventura. ¿Cómo podía ser que el tiempo y el sistema los hubieran convertido en figuras de autoridad, justamente ellos que en su juventud despreciaban cada fibra de la ley que ahora defendían?

Una discusión absurda sobre la edad y la legitimidad para ser militso surgió, mientras yo trataba de digerir la ironía de que mis antiguos enemigos fueran ahora guardianes del orden. La promesa de un "paseo por el campo" era una amenaza velada; sabía que lo que nos alejaba de la vista de la ciudad no presagiaba nada bueno. La violencia de la policía, lejos de las miradas curiosas, se presentaba como el castigo sumario para los desviados como yo, quienes una vez caminaron por la delgada línea del caos.

La charla se tornó oscura, y el viejo tema de la "curación" a través de la Técnica Ludovico fue mencionado como un chiste cruel entre los uniformados. Mi intento de defenderme, de reclamar una identidad más allá de la violencia que me había definido, era inútil. Cada palabra que intentaba utilizar como escudo solo provocaba más burlas y golpes.

El viaje hacia el campo se desvanecía con el último rayo de sol, y con él, cualquier esperanza de misericordia. En la solitaria expansión de un campo invernal, desprovisto de testigos excepto los árboles desnudos y el cielo sombrío, se desplegó el acto final de mi castigo. El sonido del motor del auto, el chumchum de la maquinaria agrícola en la distancia, formaban el coro a este drama rural.

El dolor físico era intenso, pero más lacerante era el dolor del abandono y la traición. Las figuras de autoridad que deberían haber personificado la justicia se deleitaban en la administración de su versión torcida de la misma. Y yo, tumbado en la fría tierra, solo podía contemplar las estrellas que empezaban a aparecer, testigos lejanos e indiferentes de mi humillación y mi desolación.

Cuando finalmente me dejaron, cuando las luces del auto se desvanecieron y los sonidos de las risas se extinguieron en la distancia, el silencio del campo me envolvió. La lluvia helada comenzó a caer, marcando el ritmo de un nuevo tipo de purificación, una que limpiaba las heridas del cuerpo pero dejaba intacto el tormento del espíritu. Con cada paso vacilante lejos de ese lugar de mi castigo, con cada gota de lluvia que empapaba mi ser, me preguntaba: ¿Adónde podría ir cuando se ha perdido todo excepto la propia vida, y incluso esa vida ya no se desea? ¿Qué podía hacer un alma tan rota sino seguir caminando, tal vez hacia ninguna parte, tal vez hacia un nuevo amanecer?

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   • La naranja mecánica: El Problema de l...  
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🎵 Composición: Oliver Rodríguez © Academia Gratuita
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